No me gustaban las clases de gimnasia rítmica. No tenía talento para el baile
de cintas que demandaba mi profesora, pero acepté obediente la propuesta (¿Decreto?)
paternal. A mi hermano le había tocado cumplir con un taller de fútbol. La
fortuna de algunos.
Mi papá, que tenía un local de calzado en un shopping cercano a la escuela, nos vino a buscar para almorzar el primer día de la horrible obligación semanal. Eso era lo único que podía compensar el faltazo a los dibujitos de la tarde: las empanadas de jamón y queso que nos esperaban en el depósito del negocio. Ahí él tenía la radio, el equipo de mate y un par de libros. Era difícil calcular la cantidad real de mercadería en las estanterías: mi papá solía tapar los agujeros con cajas vacías.
Allí nos reunió aquel mediodía en un pequeño cónclave familiar, un poco caprichoso. Nuestros encuentros eran siempre a la mañana muy temprano o en ocasión de la cena. Esa reunión de tres bajo la luz de una lamparita de 60, con olor a cartón y cuero, era extraña.
Mi papá, que tenía un local de calzado en un shopping cercano a la escuela, nos vino a buscar para almorzar el primer día de la horrible obligación semanal. Eso era lo único que podía compensar el faltazo a los dibujitos de la tarde: las empanadas de jamón y queso que nos esperaban en el depósito del negocio. Ahí él tenía la radio, el equipo de mate y un par de libros. Era difícil calcular la cantidad real de mercadería en las estanterías: mi papá solía tapar los agujeros con cajas vacías.
Allí nos reunió aquel mediodía en un pequeño cónclave familiar, un poco caprichoso. Nuestros encuentros eran siempre a la mañana muy temprano o en ocasión de la cena. Esa reunión de tres bajo la luz de una lamparita de 60, con olor a cartón y cuero, era extraña.
La clientela era escasa,
sobre todo a esa hora, así que nadie podía interrumpirnos. Nosotros no hicimos
la pregunta. A mi padre se le ocurrió sacar el tema. Porque sí.
-¿Saben lo que es ser
realmente un desocupado?-preguntó, mientras nos servía jugo de manzana.
Fernando y yo nos miramos.
Alguna idea vaga teníamos, pero no respondimos. Aunque uno sea chico conoce
bien el tono de las preguntas retóricas.
-Es formar parte de un
ejército de reserva. ¿Saben lo que es el ejército, no? Bueno, te tienen ahí,
preparado, alistado, para salir al combate. Entonces, les garantizás que
siempre habrá alguien disponible a salir a laburar por la poca plata que
quieran darte.
Yo no hice repreguntas,
aunque quería. ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué combates? Pero tenía muchas ganas de
que siguiera contando su cuento. No solía hacerlo, era tarea de mamá, y ella
los leía antes de ir a dormir. Así que decidí escuchar con atención y entender
su cuento. Fer miraba atento también. Mi viejo se enterneció con ese ritual respetuoso
y siguió.
-Si a alguno se le ocurre
pedir más plata o trabajar menos horas, no importa, siempre hay otro en la
puerta esperando para hacerlo: eso es ejército de reserva.
Así, misteriosamente, cerró su relato, sin magia ni princesas, para salir a atender a una vieja que quería un par de chancletas aptas para juanetes.
Así, misteriosamente, cerró su relato, sin magia ni princesas, para salir a atender a una vieja que quería un par de chancletas aptas para juanetes.
En mi cabeza de 11 años yo
me imaginé ese ejército gigante, de gente con overoles, abatida, esperando en
la puerta de una fábrica gigante, llena de humo, porque en cualquier momento se
iba a abrir y todos pelearían por entrar. La imagen me persiguió por siempre.
Al poco tiempo, ese shopping
que alguna vez fue una sucursal del Hogar Obrero en Temperley cerró sus
puertas. Mi viejo deambuló unos meses con los clasificados bajo el brazo, haciendo
filas infinitas. Un día, mientras buscaba un tratamiento barato de ortodoncia
para mis dientes chuecos, la pegó con el aviso indicado y la experiencia justa
y se le abrió la compuerta.