Wednesday, June 03, 2009

Por una lluvia que realmente moje

Las lluvias pueden ser abundantes, repentinas y fugaces –esas que llaman tropicales- y también pueden ser constantes, pequeñas, insistentes.

Esas, las segundas, las rotundas, fueron el elemento fundamental, gran protagonista del ritual celebrado el sábado al costado del río, en la noche agonizante de un mes en retirada.

Aquella jornada amaneció con una cortina de gotas de plomo golpeando el asfalto, tenaz, sutil y firme. La garúa inauguraba el adiós indefinido de la banda de esos pibes del Palomar que hace veinte años probaron con jugar a la música.

Nadie la usó de excusa para no asistir a la celebración gris del hasta siempre. Trenes, colectivos y autos arribaron al Monumental con miles de jóvenes –y no tan jóvenes- provenientes de todos los puntos del país.

Aquel infiel que haya osado usar su nombre para justificar la falta será desdeñado por siempre, porque la historia reclamaba estar ahí.

Pero la lluvia milagrosa también tuvo consecuencias indeseables. Claro, no es del todo perfecta, y de ahí su perfección. El barro fue el encargado de dar la bienvenida a los miles de fans que ingresaban a la cancha lentamente, como sabiendo que tal vez aquella era la última cita. Innumerables zapatillas de lona teñidas de marrón se multiplicaron sobre el sueño del gigantesco estadio, bajo un cielo sin estrellas y sin luna.

El agua también fue puntapié inicial, telón invisible, casi mágico, de una ceremonia inolvidable. El pogo inaugural desplegó su fuerza contenida y dejó sin aire a los valientes que quisieron arañar el escenario con sus manos. Pero ella se encargó de aliviarlos y de renovarles las fuerzas.

La lluvia también fue la changa de muchos buscavidas. Pilotos endebles y multicolores y paraguas con fecha de vencimiento fueron algunos de los productos que a más de uno dieron de comer aquella noche.

El agua también fue la ausencia. “Como te deseo, agua, te miro y quiero, agua, corriendo en el tiempo, agua, bailando en manos del sol”…el tema infaltable, el tema redondo, el tema que decidieron no tocar.

Las manos, húmedas, congeladas, inertes, ascendían al cielo, sostenían un cigarrillo que inevitablemente se iba a apagar, empuñaban un celular para retratar a los magos del escenario. El agua cubrió y bautizó todo eso, sin detenerse, sin resignarse al adiós.

Y, el agua, fue, unos días después, gripe, dolor de cabeza y de garganta, jarabes, pastillas, descanso obligado en la cama. Malestar en todo el cuerpo, tatuaje de la locura, dolor con placer, el sonido de la batería en éxtasis de la noche anterior retumbando en los huesos.

“Las despedidas son esos dolores dulces”, leyó un fan ante la multitud, tocado por la varita mágica, ascendido al cielo de los escenarios, un privilegiado. Para ese momento el agua, dulce, helada, se precipitaba con más fuerza que nunca sobre las cabezas que hicieron un silencio y luego se enterraron en un abrazo interminable, cuando la noche se había convertido en madrugada y todos se habían vuelto un poco más viejos.