Monday, June 23, 2014

Ejército de reserva



No me gustaban las clases de gimnasia rítmica. No tenía talento para el baile de cintas que demandaba mi profesora, pero acepté obediente la propuesta (¿Decreto?) paternal. A mi hermano le había tocado cumplir con un taller de fútbol. La fortuna de algunos. 

Mi papá, que tenía un local de calzado en un shopping cercano a la escuela, nos vino a buscar para almorzar el primer día de la horrible obligación semanal. Eso era lo único que podía compensar el faltazo a los dibujitos de la tarde: las empanadas de jamón y queso que nos esperaban en el depósito del negocio. Ahí él tenía la radio, el equipo de mate y un par de libros. Era difícil calcular la cantidad real de mercadería en las estanterías: mi papá solía tapar los agujeros con cajas vacías. 


Allí nos reunió aquel mediodía en un pequeño cónclave familiar, un poco caprichoso. Nuestros encuentros eran siempre a la mañana muy temprano o en ocasión de la cena. Esa reunión de tres bajo la luz de una lamparita de 60, con olor a cartón y cuero, era extraña.
La clientela era escasa, sobre todo a esa hora, así que nadie podía interrumpirnos. Nosotros no hicimos la pregunta. A mi padre se le ocurrió sacar el tema. Porque sí. 
-¿Saben lo que es ser realmente un desocupado?-preguntó, mientras nos servía jugo de manzana.
Fernando y yo nos miramos. Alguna idea vaga teníamos, pero no respondimos. Aunque uno sea chico conoce bien el tono de las preguntas retóricas. 
-Es formar parte de un ejército de reserva. ¿Saben lo que es el ejército, no? Bueno, te tienen ahí, preparado, alistado, para salir al combate. Entonces, les garantizás que siempre habrá alguien disponible a salir a laburar por la poca plata que quieran darte.
Yo no hice repreguntas, aunque quería. ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué combates? Pero tenía muchas ganas de que siguiera contando su cuento. No solía hacerlo, era tarea de mamá, y ella los leía antes de ir a dormir. Así que decidí escuchar con atención y entender su cuento. Fer miraba atento también. Mi viejo se enterneció con ese ritual respetuoso y siguió. 
-Si a alguno se le ocurre pedir más plata o trabajar menos horas, no importa, siempre hay otro en la puerta esperando para hacerlo: eso es ejército de reserva. 

Así, misteriosamente, cerró su relato, sin magia ni princesas, para salir a atender a una vieja que quería un par de chancletas aptas para juanetes.

En mi cabeza de 11 años yo me imaginé ese ejército gigante, de gente con overoles, abatida, esperando en la puerta de una fábrica gigante, llena de humo, porque en cualquier momento se iba a abrir y todos pelearían por entrar. La imagen me persiguió por siempre. 
Al poco tiempo, ese shopping que alguna vez fue una sucursal del Hogar Obrero en Temperley cerró sus puertas. Mi viejo deambuló unos meses con los clasificados bajo el brazo, haciendo filas infinitas. Un día, mientras buscaba un tratamiento barato de ortodoncia para mis dientes chuecos, la pegó con el aviso indicado y la experiencia justa y se le abrió la compuerta.

Wednesday, May 07, 2014

El viaje inaugural

La primera vez que anduve en bici fue una especie de remake. Porque, para ser honestos, la primera bici la tuve mas o menos a los seis años, pero, andar, lo que se dice andar en serio, sucedió más tarde, creo que a los 11 o 12. Si, quizá una edad tardía para aprender a andar en bici sin rueditas y libre de caídas.

Las cosas en la infancia tienen un tiempo determinado: hacer globitos con el chicle, saltar al elástico, cruzar la calle: hay que llegar rápido a todo, bien, acertadamente, sin errores. Es un aprendizaje lleno de desafíos, obstáculos y competencia. Los adversarios son los vecinitos, los hermanos mayores, los compañeros de colegio. Ejemplos admirados, también, pero primero adversarios. La pertenencia se define por la cantidad de pasos que vas dando.


Y en ese camino complicado como pocos, andar en bici es bisagra, fundamental. Es alcanzar un bonus, saltar fuerte y arrancar la estrellita. Son los fuegos artificiales al final de cada nivel del Mario: ¿Ya rescatamos a la Princesa? No, hay que ir por más.

La cosa es que la primera bici vino de arriba (no recuerdo de quién la heredamos), estaba viejita pero servía. Igual tuvieron que pasar cinco años más para que yo me anime a subir y mantenerme arriba por cien metros por lo menos. Golpes, razguños y llantos me amedrentaron por un lustro oscuro y triste.

Si, en los más tiernos años uno también puede experimentar tristeza y oscuridad, ¿O nadie nunca le tuvo terror a un perro negro, gigante, rabioso, en el obligado camino hacia el almacén? ¿Nadie nunca vivió la melancolía de un domingo lluvioso, donde el patio, las tortas de barro y los juegos con agua se vieron suspendidos hasta nuevo aviso?

En mi primer paseo -que no me olvido más, porque es un trayecto inaugural en la vida, sobretodo cuando uno supera apenas la década- recorrí la infinita distancia que había entre mi casa y el hogar de mi por entonces mejor amiguito (Mati, que vivía a la vuelta y compartía conmigo el sexto año de la escuela primaria. ¿Que será de Mati? El había tenido su bautismo de fuego mucho tiempo antes que yo).

Claramente, en la primera aventura (de veras) me di un fuerte porrazo, apenitas después de doblar la esquina y aventurarme a seguir, más allá, más allá de la casa de Mati, del barrio, quería llegar a Turdera, escapar de los límites, abandonar Temperley. ¿Que había más allá de Temperley?

Pero no me detuvo, porque andar en bicicleta era una necesidad. Ya era hora de tener mi viaje iniciático, mis compañeros ya hacían "willy" o andaban sin manos. No podía quedarme atrás. Los días y las horas se sentían. Bah, que horas, las tardes. La infancia se mide en tardes.

Sentir por primera vez el equilibrio sin pensar, el aire en la cara cuando agarraba velocidad, la sensación de volar (si, aún en el asfalto, rodeada de autos y con un pedal medio flojo), fue increíble. Hoy en día, cada vez que me subo a una bicicleta, la sensación permanece intacta, no hay mejor síntesis de libertad que montarse ahí y andar, andar, hasta donde el horizonte alcanza y se dibuje. 


El golpe -ya anticipé que con el viaje inaugural, también vino un golpe inaugural- la rodilla toda rayada, la sangre en la mano, el ardor horrible, la amenaza de que la cura, tiempito después, iba a ser con horrible alcohol. Oh, el horrible, detestable, alcohol. 

¿Que importa? En ese momento descubrí algo insospechado: el equilibro arriba de dos ruedas (y no cuatro) era real. ¡Que digo real! Era concreto, estaba ahí, en la calle. Estaba en mis piernas, en mis manos controlando el manubrio. ¡Estaba en el viento, todo junto y fuerte, en mis ojos, en mi nariz! Me di cuenta que tenía el poder hermoso e increíble del equilibrio. Pensé en mi versión de tres añitos, pobre pibita, empujada por mi viejo, alentada en el triciclo a alguna vez largar esa herencia de alguna prima mayor. 

Las remakes pueden ser geniales -recuerdo "Sabrina", versión noventosa de un película muy linda con Bogart- y esta fue grandiosa. Porque yo sabía que había llegado tarde (el manual de la infancia y preadolescencia indica que hay que andar en bici antes de los 10, ponele, y el que arranca tipo 5 o 6 es un tremendo adelantado, un héroe), pero llegué. 

Hola muchachos, como andan, si, llegué tarde, ya están todos haciendo piruetas, saltando montículos de tierra, llevando a sus hermanitos menores en el manubrio. ¿Que importa?, ¡Hola a todos, llegué!

Volé, volé por una cuadrita y media. Cabotaje de barrio. Sonreí a mis espectadores con mucha gracia (mi primer amigo varón y mis hermanos), me devolvieron con ademanes, sorprendidos, impulsándome a ir por más. Sonreí a la vecina, al perro, al cielo azul.

Dejenme decirles, que, antes de la caída -la primera de muchas, y las que vinieron si que fueron dolorosas y llenas de alcohol- fue un vuelo precioso e inolvidable.

Friday, January 17, 2014

Sobre los nombres


Se llamaba Iris y tenía el pelo muy cortito. Fue mi mejor amiga en primer grado, aunque no la primera absoluta, pero digamos, fue con ella que inauguré la vida de la amistad escolar, con todas sus emociones y desventuras.

Nos hermanaba algo muy concreto: teníamos nombres raros. El de ella, sin embargo, tenía algo de poético y exótico, el mío, por otro lado, sonaba a fenómeno meteorológico, a gallega, a sonido extraño, a mis seis iniciáticos años. 

Todas las nenas tenían nombres como Romina, Mariana, Marta, Cecilia. Iris y yo nos llamábamos extrañísimo, y eramos una especie de mejores amigas. Por lo menos yo lo recuerdo así, a la distancia. 

Me acuerdo como si estuviera pasando acá mismo, en esta oficina sin sol, que yo dibujaba con tiza nuestros nombres en el patio. Para compararlos, para desentrañar el misterio de la rareza de esas sílabas, también para afirmarnos. Si, Iris y yo nos llamábamos raro, ¿Y qué?

Había cierto contrato (endeble si lo reviso hoy, más de 20 años después, pero asumo que por aquella época era más firme que el número de DNI o el grupo sanguíneo) entre nosotras. Son acuerdos silenciosos, que arrancan con un banco compartido, un gesto risueño en la tempranísima clase con la maestra que olía siempre a pucho y tenía la mejor sonrisa del mundo. 

Ya ni sé si todo eso era así, o si lo invento un poco, para arañar un pedacito de esas lindas mañanas. Aunque, para ser honesta, el olor a Parliament era muy en serio, y me quedó para siempre en la nariz, como el aserrín con el que limpiaban el patio de adentro y el aroma del mate cocido de las diez. Los olores nunca te mienten, se meten, muy adentro, y se quedan ahí, sin demasiado significado: están ahí. 

No me acuerdo si lo declaré yo, o lo declaró ella, en que recreo de los tres que teníamos, si fue un lunes, o un ansiado viernes, pero la cosa es que nos sentábamos juntas y en el patio -ese espacio social donde en la primaria se dictaminaba todo lo hermoso- nos la pasábamos gastando los seis años. 

Nuestra amistad duró poco, creo que ya en segundo grado Iris partió hacia otros territorios escolares, y yo me quedé con mi escuela 3, mi patio, mis relucientes 7 añitos y un futuro nuevo con mejores amigas, otros desencuentros. 

La pelea con mi nombre duro bastante tiempo más, pero hoy sé que sin Iris, la otra, la que era como yo pero no era yo, la del nombre raro o más raro que el mío, la batalla hubiera sido más jodida y menos alegre. 

Ojalá ella se acuerde de mi nombre raro como yo del de ella. Al fin y al cabo Julietas había un montón.