La primera vez que anduve en bici fue una especie de remake. Porque,
para ser honestos, la primera bici la tuve mas o menos a los seis años,
pero, andar, lo que se dice andar en serio, sucedió más tarde, creo que a
los 11 o 12. Si, quizá una edad tardía para aprender a andar en bici
sin rueditas y libre de caídas.
Las cosas en la infancia tienen un tiempo determinado: hacer globitos con el chicle, saltar al elástico, cruzar la calle: hay que llegar rápido a todo, bien, acertadamente, sin errores. Es un aprendizaje lleno de desafíos, obstáculos y competencia. Los adversarios son los vecinitos, los hermanos mayores, los compañeros de colegio. Ejemplos admirados, también, pero primero adversarios. La pertenencia se define por la cantidad de pasos que vas dando.
Y
en ese camino complicado como pocos, andar en bici es bisagra,
fundamental. Es alcanzar un bonus, saltar fuerte y arrancar la
estrellita. Son los fuegos artificiales al final de cada nivel del
Mario: ¿Ya rescatamos a la Princesa? No, hay que ir por más. Las cosas en la infancia tienen un tiempo determinado: hacer globitos con el chicle, saltar al elástico, cruzar la calle: hay que llegar rápido a todo, bien, acertadamente, sin errores. Es un aprendizaje lleno de desafíos, obstáculos y competencia. Los adversarios son los vecinitos, los hermanos mayores, los compañeros de colegio. Ejemplos admirados, también, pero primero adversarios. La pertenencia se define por la cantidad de pasos que vas dando.
La cosa es que la primera bici vino de arriba (no recuerdo de quién la heredamos), estaba viejita pero servía. Igual tuvieron que pasar cinco años más para que yo me anime a subir y mantenerme arriba por cien metros por lo menos. Golpes, razguños y llantos me amedrentaron por un lustro oscuro y triste.
Si, en los más tiernos años uno también puede experimentar tristeza y oscuridad, ¿O nadie nunca le tuvo terror a un perro negro, gigante, rabioso, en el obligado camino hacia el almacén? ¿Nadie nunca vivió la melancolía de un domingo lluvioso, donde el patio, las tortas de barro y los juegos con agua se vieron suspendidos hasta nuevo aviso?
En mi primer paseo -que no me olvido más, porque es un trayecto inaugural en la vida, sobretodo cuando uno supera apenas la década- recorrí la infinita distancia que había entre mi casa y el hogar de mi por entonces mejor amiguito (Mati, que vivía a la vuelta y compartía conmigo el sexto año de la escuela primaria. ¿Que será de Mati? El había tenido su bautismo de fuego mucho tiempo antes que yo).
Claramente, en la primera aventura (de veras) me di un fuerte porrazo, apenitas después de doblar la esquina y aventurarme a seguir, más allá, más allá de la casa de Mati, del barrio, quería llegar a Turdera, escapar de los límites, abandonar Temperley. ¿Que había más allá de Temperley?
Pero no me detuvo, porque andar en bicicleta era una necesidad. Ya era hora de tener mi viaje iniciático, mis compañeros ya hacían "willy" o andaban sin manos. No podía quedarme atrás. Los días y las horas se sentían. Bah, que horas, las tardes. La infancia se mide en tardes.
Sentir por primera vez el equilibrio sin pensar, el aire en la cara cuando agarraba velocidad, la sensación de volar (si, aún en el asfalto, rodeada de autos y con un pedal medio flojo), fue increíble. Hoy en día, cada vez que me subo a una bicicleta, la sensación permanece intacta, no hay mejor síntesis de libertad que montarse ahí y andar, andar, hasta donde el horizonte alcanza y se dibuje.
El golpe -ya anticipé que con el viaje inaugural, también vino un golpe inaugural-
la rodilla toda rayada, la sangre en la mano, el ardor horrible, la
amenaza de que la cura, tiempito después, iba a ser con horrible
alcohol. Oh, el horrible, detestable, alcohol.
¿Que
importa? En ese momento descubrí algo insospechado: el equilibro arriba
de dos ruedas (y no cuatro) era real. ¡Que digo real! Era concreto,
estaba ahí, en la calle. Estaba en mis piernas, en mis manos controlando
el manubrio. ¡Estaba en el viento, todo junto y fuerte, en mis ojos, en
mi nariz! Me di cuenta que tenía el poder hermoso e increíble del
equilibrio. Pensé en mi versión de tres añitos, pobre pibita, empujada
por mi viejo, alentada en el triciclo a alguna vez largar esa herencia
de alguna prima mayor.
Las remakes pueden ser
geniales -recuerdo "Sabrina", versión noventosa de un película muy linda
con Bogart- y esta fue grandiosa. Porque yo sabía que había llegado
tarde (el manual de la infancia y preadolescencia indica que hay que
andar en bici antes de los 10, ponele, y el que arranca tipo 5 o 6 es un
tremendo adelantado, un héroe), pero llegué.
Hola muchachos, como andan, si, llegué tarde, ya están todos haciendo piruetas, saltando montículos de tierra, llevando a sus hermanitos menores en el manubrio. ¿Que importa?, ¡Hola a todos, llegué!
Hola muchachos, como andan, si, llegué tarde, ya están todos haciendo piruetas, saltando montículos de tierra, llevando a sus hermanitos menores en el manubrio. ¿Que importa?, ¡Hola a todos, llegué!
Volé, volé por
una cuadrita y media. Cabotaje de barrio. Sonreí a mis espectadores con
mucha gracia (mi primer amigo varón y mis hermanos), me devolvieron con
ademanes, sorprendidos, impulsándome a ir por más. Sonreí a la vecina,
al perro, al cielo azul.
Dejenme decirles, que, antes de la caída -la primera de muchas, y las que vinieron si que fueron dolorosas y llenas de alcohol- fue un vuelo precioso e inolvidable.
Dejenme decirles, que, antes de la caída -la primera de muchas, y las que vinieron si que fueron dolorosas y llenas de alcohol- fue un vuelo precioso e inolvidable.
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