Friday, January 17, 2014

Sobre los nombres


Se llamaba Iris y tenía el pelo muy cortito. Fue mi mejor amiga en primer grado, aunque no la primera absoluta, pero digamos, fue con ella que inauguré la vida de la amistad escolar, con todas sus emociones y desventuras.

Nos hermanaba algo muy concreto: teníamos nombres raros. El de ella, sin embargo, tenía algo de poético y exótico, el mío, por otro lado, sonaba a fenómeno meteorológico, a gallega, a sonido extraño, a mis seis iniciáticos años. 

Todas las nenas tenían nombres como Romina, Mariana, Marta, Cecilia. Iris y yo nos llamábamos extrañísimo, y eramos una especie de mejores amigas. Por lo menos yo lo recuerdo así, a la distancia. 

Me acuerdo como si estuviera pasando acá mismo, en esta oficina sin sol, que yo dibujaba con tiza nuestros nombres en el patio. Para compararlos, para desentrañar el misterio de la rareza de esas sílabas, también para afirmarnos. Si, Iris y yo nos llamábamos raro, ¿Y qué?

Había cierto contrato (endeble si lo reviso hoy, más de 20 años después, pero asumo que por aquella época era más firme que el número de DNI o el grupo sanguíneo) entre nosotras. Son acuerdos silenciosos, que arrancan con un banco compartido, un gesto risueño en la tempranísima clase con la maestra que olía siempre a pucho y tenía la mejor sonrisa del mundo. 

Ya ni sé si todo eso era así, o si lo invento un poco, para arañar un pedacito de esas lindas mañanas. Aunque, para ser honesta, el olor a Parliament era muy en serio, y me quedó para siempre en la nariz, como el aserrín con el que limpiaban el patio de adentro y el aroma del mate cocido de las diez. Los olores nunca te mienten, se meten, muy adentro, y se quedan ahí, sin demasiado significado: están ahí. 

No me acuerdo si lo declaré yo, o lo declaró ella, en que recreo de los tres que teníamos, si fue un lunes, o un ansiado viernes, pero la cosa es que nos sentábamos juntas y en el patio -ese espacio social donde en la primaria se dictaminaba todo lo hermoso- nos la pasábamos gastando los seis años. 

Nuestra amistad duró poco, creo que ya en segundo grado Iris partió hacia otros territorios escolares, y yo me quedé con mi escuela 3, mi patio, mis relucientes 7 añitos y un futuro nuevo con mejores amigas, otros desencuentros. 

La pelea con mi nombre duro bastante tiempo más, pero hoy sé que sin Iris, la otra, la que era como yo pero no era yo, la del nombre raro o más raro que el mío, la batalla hubiera sido más jodida y menos alegre. 

Ojalá ella se acuerde de mi nombre raro como yo del de ella. Al fin y al cabo Julietas había un montón. 


1 comment:

Anonymous said...

Me encantó! Te acompaño con lo del nombre raro para la época y con el amor por los mitos que se vuelven recuerdos, para transformarse en historias.
Aye